jueves, 31 de julio de 2014
martes, 29 de julio de 2014
Javier Bernatas Garau
Recorrer los 75
kilómetros que separan Amman de Jerusalén puede convertirse en una
auténtica odisea. Un primer autobús cubre el trayecto desde la capital
jordana hasta la frontera del Reino Hachemita, donde otro colectivo más
pequeño toma el relevo y conduce, a través de un par de kilómetros en
la tierra de nadie, hasta la frontera con Cisjordania. Una
decena de palmeras y otras tantas Estrellas de David ondeando en pleno
desierto, a pocos kilómetros al norte del Mar Muerto, conforman el
conflictivo paso fronterizo King Hussein Bridge. Aquí, donde hace menos de un mes las Fuerzas de Seguridad israelíes mataron de un balazo a un juez palestino-jordano originario de Nablús por
intentar “apoderarse del arma de un soldado”, según un comunicado
emitido por el Ejército israelí, se respira un ambiente tenso. Tras
pasar cuatro controles de pasaporte y sus respectivos interrogatorios
–¿por qué viene a Israel?, ¿cuánto tiempo piensa quedarse?, ¿qué hacía
usted en Jordania?, ¿a dónde se dirige exactamente?, ¿piensa visitar
Cisjordania?, entre muchas otras preguntas– un tercer autobús cubre el
trayecto desde la frontera hasta la capital israelí. A medio camino, dos
soldados ordenan detener el vehículo y revisan de nuevo los pasaportes
de los pasajeros. Es uno de los muchos check-points que colman el territorio de esta tierra tan disputada.
El minucioso escrutinio de los documentos y visados no impide a los
militares mantener la mano derecha a pocos centímetros del gatillo del
fusil. Expresión seria y pocas palabras; no están para bromas. Y al fin,
75 kilómetros y ocho horas después, la Cúpula de la Roca se deja ver en
el horizonte.
A pesar de la tranquilidad que ha reinado en la Ciudad Santa durante la última década, la elevadísima presencia de fuerzas de seguridad otorga a Jerusalén una cierta atmósfera bélica.
Ningún otro rincón del mundo concentra tantos lugares sagrados en un
espacio tan limitado. Oleadas de musulmanes, judíos, cristianos
(Jerusalén es considerada Ciudad Santa para las tres religiones) y
viajeros curiosos visitan a diario la capital del Estado israelí, cuyos
numerosos arcos detectores de metales forman ya parte del paisaje
urbano. Aunque la división de los barrios responde exclusivamente a las creencias religiosas de sus habitantes,
Jerusalén es un ejemplo de convivencia pacífica. A escasos doscientos
metros del atestado mercado de frutas y verduras del barrio musulmán,
decenas de judíos –muchos de ellos ultraortodoxos– se mecen
repetidamente mientras recitan sus oraciones frente al Muro de las
Lamentaciones. A la vuelta de la esquina, cristianos llegados de todos
los rincones del mundo se santiguan frente a la entrada del Santo
Sepulcro. Mientras tanto, a lo lejos, desde lo alto del Monte de los
Olivos, decenas de turistas japoneses toman fotografías de la Cúpula
Dorada y la mezquita de Al-Aqsa –el tercer lugar sagrado para el islam,
tras La Meca y Medina– compulsivamente.
Y después de la
tormenta, llega la calma. A partir de las seis de la tarde, el frenesí
de las estrechas callejuelas de la Ciudad Vieja deja paso a un sosiego
tranquilizador, balsámico. Los centenares de comercios echan el cierre,
los mochileros regresan al hostal a descansar y los peregrinos parecen
evaporarse. A las ocho, salir a cenar dentro de las antiguas murallas de
Jerusalén –Al-Quds, en árabe– se convierte en una misión prácticamente
imposible. Afuera, a quinientos metros de la Puerta de Damasco, imponente entrada de la Ciudad Vieja construida en el siglo XVI durante el Imperio otomano,
un pequeño restaurante ofrece bocadillos de falafel por un precio
razonable (15 shekels, unos 3 euros). Una decena de personas –varones–
miran, embobados, hacia la pantalla de televisión. Juega el Barça. Todos
llevan kipá. Todos, menos uno. Mohammad, de 27 años y piel oscura,
nació en el barrio musulmán de la Ciudad Vieja y suele ver aquí los
partidos del Barça.
Entablamos conversación
enseguida. Quiere saber por qué hablo árabe y qué hago en Palestina. A
pesar de mi cautela y haciendo caso omiso de mis evasivas respuestas, el eterno conflicto entre Israel y Palestina monopoliza el diálogo.
Comienzan las duras acusaciones al gobierno de Netanyahu y al estado
israelí. A medida que sube el tono, nuestros dos compañeros de mesa
–jaredíes ataviados con el característico sombrero de alas anchas y
pantalón y chaqueta negros– se unen a la conversación. No llegan a la
treintena y también viven en la Ciudad Vieja. Para mi asombro, acabo
siendo testigo de una animada charla entre amigos. Los tres expresan
abiertamente sus puntos de vista, diametralmente opuestos, y entre
exclamaciones tremendamente reveladoras –“fuck Israel”; “fuck palestinians”–
bromean y comparten bocadillo. Sólo Mohammad es bilingüe, por lo que se
comunican en hebreo. Me pierdo, por tanto, gran parte de lo que dicen,
aunque no me cuesta ningún esfuerzo captar la atmósfera de la
conversación. Mohammad birla el sombrero de su interlocutor, se lo pone y
me pide una fotografía. Todos en el restaurante ríen al unísono. No doy crédito.
Por desgracia, la
llevadera convivencia que, con sus evidentes matices, predomina en
Jerusalén, brilla por su ausencia en los Territorios Ocupados. Mención
especial merece la siempre conflictiva ciudad de Hebrón (Al-Jalil, en
árabe), de la que hablé hace unas semanas y
donde los asentamientos israelíes en el interior de la ciudad
convierten el día a día de sus habitantes en poco menos que una
pesadilla.
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