sábado, 26 de julio de 2014

El tesoro, cuento de Alberto Chimal

En esos días vive en Frigia un muchacho. Se llama Nikias. Tiene doce años, la estatura propia de su edad, el cabello negro y rizado. Sus rasgos no son desagradables. Pero es enorme, monstruosamente gordo: pesa dos o acaso tres veces más que su padre. Es la vergüenza de sí mismo y de toda su familia.
Lo peor no es su lentitud, ni su debilidad, ni siquiera el aspecto repulsivo de sus carnes hinchadas en medio de los cuerpos esbeltos, elásticos de todos los otros chicos, sino el hecho de que su obesidad no se debe a la gula ni a la pereza. No come más que sus hermanos y participa, en la medida de lo posible, en los juegos y actividades que se consideran apropiados en su tiempo. En el nuestro, su condición podría describirse, acaso, como un desorden glandular. Pero en su ciudad todos creen que es víctima de algún mago, o acaso de un capricho de los dioses; son pocos los que lo miran sin recelo, y menos aún los que no temen sufrir males como el suyo, o más terribles, si se acercan a él.
Así, Nikias es un muchacho solitario, hosco, que debe soportar casi todos los días humillaciones y burlas. Pero hoy se siente un poco mejor que de costumbre: ha pasado la mañana entera atendiendo el puesto del mercado en el que su padre, alfarero, vende vasos y ollas. Es un honor que rara vez se le concede.
Y, para más orgullo, ha vendido mucho. Desde hace algún tiempo, ante la perspectiva de una nueva campaña —aún no anunciada pero ya motivo de rumores— contra el cercano reino de Lidia, todo se ha encarecido, la gente compra alimentos en vez de utensilios, y las tropas del rey, que patrullan el mercado y todos los lugares populosos, ahuyentan a muchos compradores. Pero Nikias, hoy, ha tenido clientela como si no hubiera inquietud alguna entre la gente. En verdad, varios compradores le hablaron con amabilidad, como si no pesaran sobre su cuerpo las especulaciones más desagradables.
Tal vez, piensa el muchacho mientras camina de vuelta a su casa, su padre acepte dejarlo encargado del puesto. Tal vez, incluso, le enseñe su oficio. Así ya no tendrá que ocuparse de las tareas más exigentes que casi siempre le son encomendadas, y que nunca hace bien (hace tiempo que no se engaña respecto de esto). La idea lo entusiasma: una vida sosegada y sin sobresaltos. Cuando menos, podría estar todo el día tras los recipientes, bajo el toldo que los cubre del sol, entre la multitud…
Ahora bien, cuando llega a su casa, su padre, un hombre severo y poco paciente, no le pregunta sobre su jornada en el mercado; no le pide cuentas; no le dice, en verdad, una sola palabra, y en cambio lo llama hacia sí con un gesto. Cuando lo tiene cerca, toca y aprieta las acumulaciones de grasa su pecho, sus brazos, su abdomen, sus muslos. Y al hacerlo sonríe.
Nikias se deja hacer, confundido, y apenas ha decidido ensayar una pregunta cuando su padre se aparta de él y sale de la casa. En ese momento entra su madre, desde la cocina, y tampoco dice nada pero lo abraza y llora.
Muy impresionado, Nikias entrevé, detrás de su madre, a sus hermanos, que permanecen juntos y lo miran. Pero las miradas no son las habituales de burla o, cuando más, piedad. Ellos también están asustados. Sin advertirlo, se tocan, como si buscaran apoyarse unos en otros. Sólo uno sonríe. Casualmente, es el mayor de todos, con el que tiene un pleito desde hace años por alguna causa tan nimia, probablemente hasta sin relación con el cuerpo de Nikias, que ambos la han olvidado.
¿Pero qué les sucede a todos? Su madre lo confunde aún más al explicarle, después de un suspiro muy profundo, que la situación de la familia es mucho más precaria de lo que los padres han querido admitir, y en verdad el oficio del padre ya no les da para comer. Nikias no puede argüir en contra de esto porque su madre prosigue, sin pausa, hablando de la fortaleza de su hijo, de su capacidad de soportar la carga de su defecto (así lo llama) y del dolor de ella al ver que no era como los demás. Pero ¿no le ha dicho siempre a Nikias que es su hijo, tan querido como todos los otros? ¿No le ha demostrado su cariño? Nikias asiente. Entonces, dice la madre, en este momento tan oscuro, Nikias debe recordar ese amor. Debe usarlo para sentirse más fuerte. Para cumplir con su deber con una sonrisa. No dice más porque rompe a llorar de nuevo. Nikias se pregunta qué debe hacer para consolarla cuando su padre vuelve, entra en la casa y los aparta con rudeza.
Ella da un grito inarticulado, ronco, al que el padre responde culpándola, diciendo que Nikias se ha echado a perder por ella, por sus constantes mimos. Que nunca le dio disciplina. Ella pregunta por lo que él acaba de hacer.
Él responde que así va a salvar a los demás: a los que pueden llegar a ser hombres fuertes y hermosos. Nikias, como en otras ocasiones, se siente herido al escuchar esto.
Entonces su padre hace algo extraño: toma su mano izquierda, la levanta y dice que no hará falta más. Que esa sola mano, blanda y pesada, pagará sus deudas.
Nikias se pregunta si, en contra de todo lo que ha sucedido entre ellos desde que recuerda, su padre lo aprecia. ¿Verá en él, acaso, talento verdadero para la alfarería? Pero no puede preguntarlo en voz alta porque, tras su padre, aparece un grupo de soldados que toman a Nikias, lo apartan de su madre y lo sacan de la casa.
Sin hablarle, a empujones, lo hacen caminar hacia el palacio del rey, que se alza en el centro de la ciudad. Esto asombra a Nikias pues al palacio, que (como dicen las leyendas) está hecho de oro puro, no se permite la entrada de ningún súbdito ordinario. Pero antes de llegar a la gran puerta lo conducen a una barraca, erigida sin mucho arte ante el palacio, y dejan, maniatado, en una fila que serpentea por el interior.
Cuando se han ido, Nikias piensa, como si recordara un sueño, que su madre gritó mientras los soldados se lo llevaban, que su padre le volvió la espalda y que sus hermanos ya no estaban allí.
Y, después de varias horas de pie, se da cuenta también que casi todos los otros prisioneros son corpulentos, pesados. Ninguno se acerca a su gordura, por supuesto, pero hay algunos hombres y mujeres rollizos, varios más muy musculosos. La única excepción son algunos grupos de niños, o de ancianos, atados juntos.
Dos mujeres, delante suyo, conversan. Parecen tristes, pero también resignadas. Las dos son viejas. Una menciona las necesidades de la guerra, que son siempre más grandes que en tiempos de paz. La otra asiente y agrega que ojalá Lidia sea derrotada de una vez por todas. Las dos concuerdan en que Frigia está cada vez más empobrecida y hacen, luego, una invocación extraña: ruegan porque sus cabezas sean lo bastante grandes.
Otra voz llama a Nikias, que se vuelve y ve entrar, conducido por otro grupo de soldados, a un viejo arúspice, cliente de su padre, que jamás lo trató con amabilidad ni consideración particular. Pero ahora el hombre llora como un niño y se acerca a Nikias para llamarlo amigo, compañero de infortunio.
Nikias no responde. El arúspice sorbe sus lágrimas y cambia de tema: le dice que el oro proviene del sol, y que es polvo caído del carro de Apolo, luz que cae en la tierra y la transforma en metal. También, que sólo Dionisos, rival y opuesto del dios del sol, podría haber concebido dar a un hombre poder semejante. Entonces entra en la barraca, precedido por varios cortesanos, el rey.
Viste sus famosas ropas de oro, calza sus sandalias de suelas y correas de oro. Todos se inclinan o son forzados a ello. Luego, mientras uno de los nobles lee nombres de una lista, los prisioneros son sacados de la fila y llevados ante el monarca.
Al ver lo que sucede al primer cautivo, Nikias comprende todo y siente un horror inmenso, que sólo crece mientras espera su turno. Pero cuando llega, y es llevado ante el rey, toma una decisión.
Y en voz alta, sin pensar, con una firmeza que hasta a él mismo sorprende, pide que su padre no reciba nada. Que él no lo desea. Ni un dedo siquiera. Nada, repite.
Todos los cortesanos abren la boca, ultrajados por su temeridad, pero el propio Midas se queda mirándolo, sorprendido, por un momento.
No le responde, sin embargo, y en lugar de hacerlo, tras sólo un instante de vacilación, toca la punta del dedo medio de la mano izquierda del muchacho.
Nikias puede ver cómo el color, el peso, el frío del metal inanimado devoran los dedos de su mano, luego la palma, luego la muñeca y el brazo. Pero el dolor es más terrible que cualquier otro que haya sentido, y, en verdad, más intenso que el que un ser humano puede soportar. Su corazón se detiene mucho antes de convertirse en oro. Apenas tiene tiempo de entristecerse por su destino.


Nacido de hombre y mujer, cuento de Richard Mathesson


Hoy cuando apareció la luz mamá me llamó monstruo. Eres un monstruo me dijo. Vi en los ojos de mamá que estaba enojada. ¿Qué quiere decir monstruo?  
          
          Hoy cayó agua de arriba. Cayó por todas partes. Yo la vi. Vi la tierra por la ventanita. La tierra se chupó el agua como una boca que tiene sed. Bebió demasiado y se enfermó y se puso oscura. No me gustó.  
         Mamá es bonita yo sé. Donde yo duermo con todas las paredes frías alrededor tengo un papel detrás de la estufa. Ahí dice “Estrellas de cine”. En las figuras veo caras como las de  mamá y papá. Papá dice que son bonitas. Una vez lo dijo. Y también mamá dijo. Mamá tan bonita y yo bastante bien. Mírate dijo papá y no tenía una cara buena. Le toqué el brazo y dije está bien papá. Papá se sacudió y se fue donde yo no podía alcanzarlo.  
         Hoy mamá me sacó la cadena un rato así que pude mirar por la ventanita. Vi el agua que caía de arriba. Hoy está amarillo arriba. Sé que lo miro y los ojos duelen. Después de mirar el sótano es rojo. Me parece que eso es la iglesia. Se van de arriba. La máquina grande los traga y camina y ya no está. En la parte de atrás está la mamita. Es mucho más chica que yo. Yo soy grande. Es un secreto pero saqué la cadena de la pared. Puedo ver por la ventanita todo lo que quiero. 
         Hoy cuando estuvo oscuro me comí la comida y unos bichos. Oí risas arriba. Me gusta saber por qué hay risas. Saqué la cadena de la pared y me la envolví en el cuerpo. Fui despacio a las escaleras. Gritan cuando yo las piso. Las piernas me resbalan porque por las escaleras no camino. Los pies se me pegan a la madera. Subí y abrí una puerta. Era un lugar blanco. Blanco como la luz blanca que viene de arriba a veces. Entré y me quedé quieto. Oí otra vez risas. Caminé hasta el sonido y abrí un poco una puerta y miré la gente. Era mucha gente. Pensé reír con ellos. 
          Mamá vino y empujó la puerta. Me golpeó y dolió. Caí para atrás en el piso liso y la cadena hizo ruido. Lloré. Mamá silbó dentro de ella y se puso la mano en la boca. Tenía los ojos grandes. Me miró. Oí que papá llamaba. Qué cayó dijo. Mamá dijo la tabla de planchar. Ven a ayudarme dijo. Papá vino y dijo bueno es tan pesada qué necesitas. Me vio y se puso grande. Los ojos de papá se enojaron. Me golpeó. El líquido me salió de un brazo. El piso quedó verde y feo. 
          Papá me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. La luz me dolía ahora en los ojos. No era como en el sótano abajo. Papá me ató los brazos y las piernas. Me puso en la cama. Arriba oí risas mientras yo estaba quieto y miraba una araña negra que bajaba a donde estaba yo. Pensé lo que dijo papá. Ohdios dijo. ¡Y no tiene más que ocho! 
          Hoy papá puso otra vez la cadena en la pared antes de aparecer la luz. Tengo que sacarla otra vez. Papá dijo que yo era malo si iba arriba. Me dijo que no lo haga otra vez o me pegará fuerte. Eso duele. Me duele. Dormí de día y puse la cabeza en la pared. Pensé en el lugar blanco de arriba. Saqué la cadena de la pared. Mamá estaba arriba. Escuché risitas muy altas. Miré por la ventanita. Vi toda gente chiquita como mamita y también papitos. Son hermosos. Estaban haciendo bonitos ruidos y saltaban por la tierra. Movían mucho las piernas. Son como mamá y papá. Mamá dice que toda la gente normal es así. 
          Uno de los papás pequeños me vio. Señaló la ventana. Yo me fui resbalando por la pared hasta abajo en lo oscuro. Me apreté para que no me vieran. Oí las voces junto a la ventana y pies que corrían. Arriba una puerta hizo ruido. Oí a la mamita que llamaba arriba. Oí pies pesados y corrí al lugar de la cama. Puse la cadena en la pared y me acosté mirando para abajo. Oí a mamá que venía. Estuviste en la ventana me dijo. Escuché que estaba enojada. No te acerques a la ventana me dijo. Sacaste otra vez la cadena. Mamá tomó el palo y me golpeó. No lloré. No puedo hacer eso. Pero mi líquido corrió por toda la cama. Mamá lo vio y se fue para atrás haciendo un ruido. Oh diosmíodiosmío dijo por qué me hiciste esto. Oí que el palo caía en el piso. Mamá corrió y subió. Dormí de día. 
         Hoy había agua otra vez. Cuando mamá estaba arriba oí a la mamita que bajaba los escalones. Me escondí en la carbonera porque mamá se enoja si la mamita me ve. Mamita tenía una cosa pequeña viva. Caminaba en los brazos de ella y tenía las orejas en punta. La mamita le hablaba. Todo estaba bien pero la cosa viva me olió. Corrió a la carbonera y me miró con el pelo todo duro. Hacía un ruido enojado en la garganta. Yo silbé pero la cosa saltó sobre mí. Yo no quería lastimarla. Tuve miedo porque me mordió más fuerte que la rata. Yo la agarré y la mamita gritó. Apreté fuerte la cosa viva. Hacía ruidos que yo nunca había oído. La apreté más. Estaba toda aplastada y roja sobre el carbón negro. Me escondí ahí cuando mamá llamó. Yo tenía miedo del palo. Mamá se fue. Subí por el carbón con la cosa. La escondí debajo de la almohada y me acosté encima. Puse la cadena en la pared otra vez. 
        Hoy es otro día. Papá puso la cadena apretada. Me duele porque me golpeó. Esta vez le saqué el palo de la mano y después hice ruido. Papá se fue y tenía la cara blanca. Salió corriendo de mi lugar y cerró la puerta con llave. No estoy tan contento. Todo el día hace frío aquí. La cadena tarda mucho en salir de la pared. Y estoy muy enojado con mamá y papá. Les mostraré. Haré lo mismo que otro día. Primero gritaré y me reiré fuerte. Correré por las paredes. Después me colgaré cabeza para abajo de todas mis piernas y me reiré y echaré verde por todas partes hasta que ellos estén tristes porque no fueron buenos conmigo.  
       Y si quieren golpearme otra vez los lastimaré. Sí los lastimaré.

jueves, 24 de julio de 2014

Hace un par de años, navegando por la efervescente prensa digital, vi aparecer una noticia que por un motivo u otro no me sorprendió lo más absoluto. Dentro del artículo aparecían fotos donde grupos de soldados israelíes posaban, esbozando una sonrisa, junto a palestinos muertos, como si de una bonita estampa de caza se tratase. Otras fotos eran tanto o más perturbadoras, donde si bien el palestino no estaba muerto, sí que estaba vejado o en plena tortura, recordando a las fotos que no hace muchos años aparecieron en Irak, donde soldados estadounidenses se mofaban de las torturas que realizaban a los iraquíes. Pero ¿Cómo ha llegado el pueblo más maltratado de la Historia a convertirse en uno de los mayores adalides de la intolerancia y la violencia desmedida? Para observar el cambio radical que ha sufrido el pueblo de Israel vamos a intentar esbozar unas pinceladas en la historia del antisemitismo, que al contrario de lo que piensa mucha gente, viene de mucho antes de la II Guerra Mundial y de Auschwitz.
Soldados Israelíes
El señalamiento o maltrato al pueblo judío viene de la mano de la aparición del cristianismo, de lo que se conoce como el deicidio, o la culpa judía por la muerte de Jesús en la cruz. Desde que se establece el cristianismo oficialmente en el Imperio Romano, los judíos son vistos como apestados y donde se realizan matanzas de ellos cada pocos años. La cosa no mejora para ellos en la Edad Media, donde son estigmatizados con leyendas urbanas de todas las clases como, por ejemplo, la leyenda que hablaba sobre judíos que utilizaban sangre de niños cristianos para realizar la Pascua. Pero el punto álgido del antisemitismo viene durante el siglo XV. Literalmente se les echa la culpa de la aparición de la Peste Negra. Peste que, supuestamente, han provocado los judíos envenenando pozos con extraños brebajes y malas artes. Los muertos judíos se cuentan por millares durante la Edad Media y en los albores de la Edad Moderna. La cosa parece calmarse durante los años venideros.
Con la aparición de los grandes imperios modernos y los nacionalismos de mediados del siglo XIX, los judíos vuelven a ser perseguidos por toda Europa. Se les acusa de usureros y de causar todos los problemas económicos de las grandes potencias. Aparece entonces el movimiento sionista, un movimiento que tiene como objetivos claros la unidad política y religiosa del pueblo judío en torno al territorio de Israel, un territorio que hacía muchos siglos había dejado de ser ocupado por los descendientes de Abraham y donde, exceptuando pequeñas comunidades pesqueras judías, la inmensa mayoría de habitantes eran de origen árabe. Asimismo, el movimiento sionista tiene como premisa atacar a todo movimiento antisemita que se les ponga por delante, una especie de yihad bélica a la sionista. Los judíos habían despertado después de muchos siglos de disgregación como un proyecto de unidad cultural y estatal que buscaba, con la ayuda del poderoso caballero Don Dinero, la creación de un país que después de la I Guerra Mundial comenzó a confeccionarse de la mano de Gran Bretaña. Oleadas de judíos llegaban a Israel y las tensiones con los árabes autóctonos no se hicieron esperar. Todos sabemos lo que sucedió durante el nazismo y el fascismo italiano con los judíos. No hace falta hacer un recuento de muertos para saber la barbarie sistematizada que se cometió, la más atroz en la Historia del hombre.
Etiquetas negativas se establecieron sobre un pueblo siempre marginado, siempre odiado, siempre repudiado por temor, ignorancia o envidia. Pero a mi entender, no han aprendido nada a lo largo de su milenaria historia.
Después de la II Guerra Mundial por fin se establece un estado propio para los judíos, Israel. Los sionistas habían cumplido su objetivo y, ahora que poseían una unidad política y grandes influencias (económicas) en las grandes potencias mundiales, parecía que había llegado la hora de gestar el gran proyecto judío que esperaban desde que Moisés partiera de Egipto.
Soldados nazis durante la destrucción del guetto de Varsovia
Soldados nazis durante la destrucción del guetto de Varsovia
Con toda la maquinaria militar y propagandística y con el beneplácito de Estados Unidos e Inglaterra, la primera excusa fue buena para comenzar una guerra con los palestinos que dura hasta día de hoy. Un conflicto que se ha cobrado decenas de miles de muertos. Pero la guerra no es lo que importa, sino el modo en que se hace. Destruyen el modo de vida palestino, lo reducen a cenizas, los meten en guetos. ¿Acaso no hacía lo mismo Hitler con ellos? ¿No es esto un holocausto? Evidentemente no es lo mismo en cuanto a cifras, pero el desarrollo es exactamente el mismo: el pueblo con poder político oprime al de en frente, le estigmatiza, le llama terrorista. Le expulsa de su tierra igual que ellos fueron expulsados de numerosos países europeos. Le quita su esencia cultural y reduce su condición moral a cenizas. Consigue que niños y no tan niños sean presas fáciles para el fanatismo islámico más radical. A Israel no le conviene que Hamás y demás organizaciones semejantes desaparezcan, la excusa para seguir oprimiendo y ganando terreno se les iría a pique y toda la industria propagandística de suavización del conflicto por parte de Estados Unidos no tendría una base sólida en la que apoyarse.
¿Realmente tienen tan poca memoria histórica?
Es casi inhumano que un pueblo tan maltratado pueda hacerle lo mismo a otro ante la pasividad mundial. ¿No son acaso igual o más radicales los sionistas que los fanáticos islamistas palestinos? En una zona como Israel, cuna de las tres grandes religiones monoteístas, debería apostarse más por un Estado plural y tolerante, un Estado donde el pueblo judío se quite las etiquetas que la humanidad injustamente les puso. Etiquetas de las que parecen no querer desprenderse, haciendo que desde hace unos años hacia la actualidad, el antisemitismo haya vuelto a la palestra con un inusitado radicalismo. Durante la penúltima Guerra del Líbano, se veían por los pueblos de la franja de Gaza banderas de Israel con una esvástica en su interior en lugar de la estrella de David, que ahora es más Goliat que nunca. La Humanidad avanza, pero no olvida de dónde viene. Israel ha perdido el rumbo, ha convertido la venganza en su medio de vida, el ataque preventivo lo ha transformado en defensa propia y en su seno cultural parecen haber olvidado que hace menos de cien años murieron 6 millones de judíos a manos de la dictadura más radicalmente monstruosa de la Historia. En la memoria popular de Israel hay lagunas históricas que alguien debería solventar antes de que todo estalle por los aires.


Raúl Díaz Guerrero